LA CAMISA DEL HOMBRE FELIZ.

 LA CAMISA DEL HOMBRE FELIZ.

León Tolstói
En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo el imperio que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor. Le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países. Le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más insólitos, pero la salud del zar no mejoraba.
Tan desesperado estaba el gobernante que prometió la mitad de su inmensa fortuna a quien fuera capaz de curarlo. El anuncio se propagó rápidamente. Llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes de la tierra para intentar devolver la salud al zar y no lo lograron. Sin embargo fue un trovador errante quien pronunció:
—Yo sé el remedio: la única medicina para sus males, señor. Solo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a su enfermedad.
Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la tierra, pero encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: quien tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía carecía de amor y quien tenía todo, se quejaba de su mala suerte.
Despues de varios meses buscando, los soldados del zar pasaron junto a una pequeña choza en la que un hombre descansaba sentado en el suelo junto a la lumbre y muy alegre decía a su familia:
—¡Qué felicidad, es bella la vida! Puedo realizar mi trabajo, tengo una salud de hierro, afectuosos amigos y familiares ¿qué más puedo pedir?
Al enterarse en palacio de que, por fin, habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría. El hijo mayor del zar ordenó inmediatamente:
—Traigan prestamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrézcanle a cambio lo que pida!
En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos para celebrar la inminente recuperación del gobernante.
Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su gobernante, mas, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:
—¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista mi padre!
—Señor —contestaron apenados los mensajeros—, el hombre feliz no tiene camisa.
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