EL CHISMOSO DEL PUEBLO.

Una fría mañana de Octubre de mil novecientos tanto y tanto, llegó a San Rafael del Norte abriéndose paso por entre la espesa neblina, un hombre esquelético, barba descuidada y piel que luchaba por revelar su color por entre la mugre y lo curtido por el sol. Dijo llamarse Aniceto Lemus, que era salvadoreño y venia huyendo de la violencia desatada por los enemigos del gereral Agustín Farabundo Martí, a quien acababan de fusilar en compañía de cuatro de sus lugartenientes.
Aniceto estuvo deambulando por las calles, pensativo, interrogando a su destino, preguntándole que haría con su vida: ¨me quedo, o, regreso a El Salvador? ¨- pensaba.- Las frías noches de insomnio no le daban respuesta.
Se quedaba a dormir en cualquier cobertizo, su escasés de alimentos era compensada con la abundante generosidad de la gente; él les retribuía con creces ayudando en lo que fuese necesario, haciendo mandados, repellando o encalando paredes, reparando tejados, pisos hechos con ladrillo de barro fundido, componiendo el empedrado de las calles y cunetas, todo era de estilo español como sus habitantes. Tenía buenos conocimientos de albañilería.
Acarreaba agua en tinajas, tomada de la Poza de las Goteras y mientras las llenaba su mirada se enredaba en la cabellera de las mujeres que llegaban a bañarse y labar ropa restregándola en las piedras del rio y se posaba en el acompasado sube y baja de sus tetas y nalgas al moverse de atrás hacia adelante y de arriba hacia abajo.
De arriba hacia abajo caminaba Aniceto y en su caminar se enteraba de lo que sucedía en cada casa, por entre las endijas de las puertas se colaban las conversaciones de la gente y el no podía evitar que sus sensibles oídos escucharan. Si algunas personas estaban en la calle platicando de sus cosas, él se detenía a escuchar y se inmiscuía en la conversación. Si los habitantes de la parte norte (arriba) no estaban enterados de algo que sucedía al sur, esperaban que Aniceto pasara para que los pusiera al tanto.
Fue siendo conocido como Cheto, diminutivo de Aniceto.
Al cabo de pocos meses, el matrimonio formado por don Mercho y doña Delfina Herrera le dio posada en su casa. Ellos eran nuestros vecinos, pared de taquezal de por medio, Cheto hacía orificios en esa pared para averiguar lo que hacíamos nosotros y los volvía a tapar con zacate. Don Mercho tenía una curtiembre en donde curtía y afinaba los cueros de las reses que destazaban los matarifes y los vendía en zapaterias y talabarterías del pueblo y cercanías. Cheto le ayudaba diariamente.
Pasados varios años y en vísperas de una navidad, Cheto apareció cargando a un recién nacido. Dijo haberlo encontrado en la bajada hacia la Poza de las Goteras con un papelito que decía que era su hijo; pese a lo liviano de su lengua, en absoluto pudo explicar quien era la madre y como sucedió eso. La señora Herrera se tomó el trabajo de cuidar a la criatura. Pasado un año lo llevaron a bautizar con el nombre de Salvador, por su origen salvadoreño.
Salvador era de mi edad y lo integramos a nuestro grupo de amigos. Jamás fue conocido por su nombre de pila, era simplemente Chetillo.
Nunca supe como fue el final de Cheto. Un rumor que me llegó decía que estando en el cementerio ayudando a cavar una tumba, cayó en la fosa fulminado por un infarto y fue sepultado allí mismo.
El recuerdo de ese personaje tan especial, quedó sepultado en mi memoria.
Roberto Rourk.

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