NOCHE DE DIFUNTOS.

 NOCHE DE DIFUNTOS.

Era una noche oscura del dos de Noviembre, los árboles se inclinaban por las arremetidas de las ráfagas de viento que siempre azotan en este mes. Se escuchaban aullidos lejanos de perros, como si lloraran. Un pequeño remolino arrebató el sombrero de Uriel y por un instante se elevó girando sobre si mismo y volvió a posarse en su cabeza; eso le conectó el pensamiento con lo que se celebraba hoy, el Día de los Muertos y sintió un escalofrío pensando que podía ser ¨algo¨, pero se controló, no era hombre que creyera ¨en esas cosas¨.
Sonaban las campanas de la iglesia cercana anunciando rezos, como autómata encaminó sus pasos hacia el templo y algo sorprendido se encontró de pronto en medio de aquellas personas que lloraban a gritos recordando a sus deudos, miró que aquellos llantos salían volando y despertaban a quienes estaban ya descansando en la paz de los sepulcros, cerro los ojos, movió rápidamente la cabeza para despabilarse y ver con claridad. Vio con certeza que en cada vela encendida brillaba un ánima y las ánimas que no tenían vela que encender se escondían en los sombríos rincones a lamentarse porque al despedirse del mundo dejaron asuntos sin arreglar. Estas ánimas llamaban a los niños solitarios para encarnar en sus cuerpecitos y así poder volver a vivir y enmendar sus pecados en la tierra.
En el humo que salía de las velas y se deshacía en hilos, se sentía el olor de las ánimas. Desde entonces, en cualquier lugar que apagaran candelas, sentía el olor de las ánimas que experimentó por vez primera en aquella noche de espanto.
El sacerdote cantaba un responso solemne delante de una caja llena de huesos, y, en el momento de terminar el paternóster, daba comienzo a un llanto generalizado para que los difuntos supieran que se les recordaba. Todos sabemos que mientras existan seres vivientes que los recuerdan, los difuntos continúan por un tiempo rondando a quienes los aman.
Continuando con aquella celebración, cuatro hombres se adelantaron apartando a las mujeres enloquecidas de dolor, con una mano tomaban el ataúd y con la otra empuñaban un enorme cirio encendido. Los cuatro hombres llevaban el ataúd rozando el suelo y con el cirio inclinado derramaban la cera derretida sobre huesos de difuntos. Detrás seguía un enjambre de mujeres dando gritos lastimeros, con mucho más espaviento que los llantos en entierros de ahogados. Mientras las mujeres plañían, los hombres lloraban en silencio.
En aquella procesión, todos tenían por quien llorar, menos Marcela, una chiquilla criada por la caridad pública y que había sido encontrada dentro de una cesta en las puertas de la iglesia. Como no tenía padre, madre ni familia por quién llorar, contagiada por la epidemia del llanto, también se deshacía en gemidos hasta quedar sin aliento. Una vecina le preguntó a la chiquilla:
—¿Por quién lloras, Marcelita?
ella le respondió sollozando:
—¿Señora, no le parece bastante desgracia no tener por quién llorar?
Puede ser una imagen de fuego
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Tú, Douglas Stuart Almendarez, Carolina Sacasa Basto y 10 personas más
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