DON PASCUAL VALDIVIA Y NACHO

 DON PASCUAL EL CARRETERO.

Entre los seis y doce años de edad, cada fin de semana que no tenía clases, yo recorría el camino de San Rafael del Norte hacia la hacienda El Molino de mis abuelos Fidel Úbeda y Eulalia Aráuz donde aprendí los secretos profesionales de ser campesino. Era perro a la pierna montando caballos en pelo, a uncir los bueyes a las carretas, a bozalear potros cimarrones cuando se encabritaban, entrenaba los doscientos gallos de pelea de mi abuelo. Todo esto siguiendo las instrucciones de mi tío Pedro Úbeda.
Cuando en mis idas y venidas encontraba en el camino a don Pascual Valdivia conduciendo su carreta me gustaba acompañarlo. Yo le recontaba las historias de Nacho El Iluminado para provocar las suyas que salían volando, como cuando con una pedrada se alborotan los avisperos que cuelgan de los cornezuelos. El escucharlas le servían para escarbar en el fondo de su magín recuerdos empantanados. Con mirada lagrimosa recordaba como las vueltas, trepadas y bajadas del camino de la vida le habían desturrumbado su destino.
Aquel fin de semana, antes de vadear un río crecido los bueyes se detuvieron obedeciendo una señal del anciano. El murmullo del agua al chocar con las piedras le indicaron por donde cruzar. Ya al otro lado pareció hablar con los nobles animales, y les regaló un manojo de sacate fresco. Sacó de su morral tamales pizques. queso seco y huevos cocidos que compartió conmigo. El hambre eterna de los pobres es el mejor condimento y todo sabe a gloria.
Después de comer se recostó en la grama, encendió un puro, le dio un profundo sorbo; envueltos en el humo del tabaco cobraron vida las nostalgias de aquella tarde cuando en un remanso del Río San Gabriel la Etelgive le entregó la única virginidad que tenía. Parpadeó rápido para contener y disimular sus lágrimas.
Contó que en sus andurriales había visto toda clase de espantos, como la cigüamonte, brujas, cadejos, espíritus burlones, el sisimique y demás entes que deambulan en las noches de los caminantes. Conocía muchos ensalmos para neutralizar el poder de estos malignos seguidores del demonio. También yo saque mi piedra verde que hacía cinco años encontré en el río San Gabriel a doscientas varas de la cueva de los duendes y que Nacho el Iluminado me confió que era un talismán que me habían preparado los duendes para protegerme de todo mal, amén.
Por eso y por otras oraciones que me enseñó don Pascual, jamás ni nunca de los jamases cruzó por mi camino ningún espanto, ni siquiera cuando nadaba en la llamada Poza de los Infiernos del Río Viejo.

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