MI CABALLO COLORADO

 A los siete años de edad no se me pasaba por la mente tener caballo propio ya que en la hacienda de mi abuelo había muchos disponibles, pero sucedió un drama caballuno que me llevó a ser ¨el madre de un potrillito¨.

Estaba pasando vacaciones en la hacienda cuando una yegua se despeñó en un barranco sufriendo fracturas que ocasionaron su muerte. Había parido un potrillito hacía cuatro semanas. Los ordeñadores de la hacienda trataron de ¨pegárselo¨a otra yegua recién parida y esta lo rechazó apartándolo con el hocico. Uno de los ordeñadores intentó darle leche de vaca con un chupón, chupó un poco, lo rechazó y lo que tomó le provocó diarrea.
Desde el principio me daba cuenta de lo que pasaba y lo comencé a ver como algo corriente en el campo, pero viendo sufrir al animalito me inmiscuí en el problema. Con mucho pesar yo lo acariciaba y buscaba como alimentarlo. Le pedí a Juacho, mi ordeñador de confianza, que hiciera todo lo posible por ordeñar la yegua que lo había rechazado. Con mas maña que fuerza, Juacho fue sacando gota a gota el perlado líquido y se lo trataba de dar con un chupón diferente y el potrillito solo lamía un poco. Cada día que pasaba estaba mas enclenque y temí que muriera.
En la pacha de una de mis hermanas puse leche de la yegua, le sobaba la pancita, el cuello, la cabeza, poco a poco le metí la mamadera en la trompa y con mucha alegría noté que tomaba un poquitín. Lo limpiaba con un trapo mojado, lo cepillaba con tusas y hasta le cantaba, tal como lo hacía con mis hermanitas. Lo único que no hice fue contarle los cuentos de Nacho.
Fue así como me convertí en ¨el madre¨de un potrillito al que puse por nombre Pintadito, porque le fueron apareciendo pequeñas manchas blancas en la piel.
Cuando terminaron mis vacaciones había cumplido tres meses de nacido. Encargué a Juacho de su cuidado mientras yo estaba en clases en San Rafael y llegaba a cuidarlo cada fin de semana. La distancia entre la hacienda y el pueblo son cinco kilómetros. Cuando comenzó a botar los dientes de leche se le dió zacate selecto alternado con la pacha por unas dos semanas, lo fui soltando poco a poco en el potrero y su compañero preferido era su hermano de leche, o sea, el hijo de la yegua que lo rechazó y de la cual tomaba leche.
A sus dos años y medio lo llevaba a la poza cercana del Río San Gabriel. Los caballos son excelentes nadadores y para él, nadar era un premio. Le gustaba jugar y retozar, me montaba sobre él, yo me afirmaba a su cola y me arrastraba nadando, En el río lo cepillaba con jabón negro que hacían localmente y su pelaje quedaba reluciente.
A los tres años y medio lo monté en pelo. Le puse montura hasta los cuatro años.y jamás necesitó freno mucho menos espuelas. Para arrendarlo bastaba guiarlo con el cabezal, avanzaba, cambiaba de rumbo o se detenía, según le indicaba con la rienda.
Si otra persona trataba de montarlo se encabritaba y corcoveaba hasta botar la montura. Poco a poco se fue transformando en un hermoso caballo colorado.
Viajaba en él a Jinotega haciendo diligencias de mi mamá, también a Yupalí, donde mi abuelo tenía cañaverales y una gran molienda. De los fogoneros encargados de los inmensos peroles donde cocían el jugo de la caña para hacer dulce de rapadura, aprendí a hacer alfeñiques corrientes y ¨sobados¨, a los cuales les daba diferentes formas. Mi abuelita me enseñó a agregarles canela, vainilla o chocolate.
Cuando el Colorado hacía algo que yo trataba de enseñarle, lo premiaba dándole en un pesebre, guineos, ayotes, elotes, guayabas y cualquier fruta de temporada mezcladas con zacate picado, mas un poco de melaza de caña, cuando había.
En una ocasión iba en busca de mi caballo que estaba en un llano retozando con su hermano de leche y otros potros de la manada. Un poco mas allá estaba un toro semental nuevo en la hacienda. El toro, cuando me miró corrió enfurecido tras de mi. Tuve tiempo de trepar a un palo de jícaro, que por allí abundan. Segundos después que el toro corría contra mi, Colorado salió como un rayo tras el toro y lo atacó a patadas, el toro trató de embestirlo con los cuernos y salió tras él. Aquello fue un espectáculo divertido. El caballo huía, el toro lo seguía, el potro paraba bruscamente, daba vueltas de 45 ó 180 grados de un lado a otro evitándolo, mientras el pesado toro, al perseguirlo necesitaba como cincuenta varas para cambiar de dirección y atacarlo. Al cabo de unos quince minutos, el toro resoplaba, ya no de furia, sino que de cansancio. El Colorado relinchaba y se paraba victorioso en dos patas, como burlándose del toro.(por naturaleza, el ganado caballar es mas listo que el vacuno).
Al finalizar mi enseñanza primaria tuve que emigrar hacia Matagalpa para continuar estudiando. Lloré al partir dejando atrás a mi madre, hermanitas y al Colorado, que era parte de mi familia.

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